Los viejos iquiqueños, es decir, los Hijos del Salitre, en un ejercicio estadístico no avalado por el instituto del mismo nombre, dicen y se quejan al mismo tiempo de que en esta ciudad “no quedan más de veinte mil iquiqueños”. Enojados, a bordo de un taxi, o bien en los pasillos del Mercado Municipal o en las gradas del Tierra de Campeones, enarbolan sus cifras a todos aquellos que los quieran escuchar.
Yo estoy en desacuerdo con estos Hijos e Hijas del Salitre, esos veinte mil iquiqueños que, ellos y ellas arguyen, tienen relación con aquellos iquiqueños e iquiqueñas nacidos al amparo y la gracia de la explotación del salitre. Corresponden, pues, a una etapa de la modernidad iquiqueña en la que esta ciudad se construyó gracias al aporte de miles de migrantes que llegaron con sus sueños a fundar una nueva utopía. Los Hijos del Salitre son el producto del amor de esas miles de esperanzas. El iquiqueño nunca fue químicamente puro. El chango, en última instancia, tampoco lo fue.
Les corresponde a la educación y a los medios de comunicación generar los puentes que permitan un diálogo entre todos los hijos de Iquique El viento de la globalización nos pillará mal parados si no tenemos los dos pies sobre la tierra. Somos mucho más que esos veinte mil. Y algunos hijos de doña Zofri o de doña Inés son más iquiqueños que Boby Deglané. Conozco más de uno.

SELLO EDITORIAL: Ril Editores,